Siri Hustvedt, El verano sin hombres


El sufrimiento de las poetas
 

La cosa va más o menos así: Mia Fredrickson es una poeta que ha publicado algunos libros en editoriales de poca difusión y ya rebasó los cincuenta años, madre de una hija que está iniciándose como actriz y casada con Boris, un neurólogo que un buen día le anuncia que su relación necesita una “pausa”. Mia descubre que la “pausa” es una voluptuosa –y joven– científica francesa; esto la lleva a convertirse en “lunática”, a padecer un “trastorno psicótico transitorio”, a ser internada en un hospital psiquiátrico; Mia, narradora de la novela, dice “(mis) pensamientos explotaban, rebotaban y chocaban entre sí como palomitas de maíz saltando dentro de su bolsa en el microondas”, pero agrega (la cursiva es mía) “hice esta penosa reflexión mientras yacía en mi cama del Pabellón Sur del hospital, tan saturada de Haldol que era incapaz de moverme” (p.11).
La articulación del discurso narrativo que evidencia ese comentario agregado es de alguna manera uno de los ejes de El verano sin hombres, la última novela de Siri Hustvedt (1955): la narradora constantemente vuelve sobre sus palabras, las comenta, las observa desde nuevas perspectivas, las disloca. Toda la historia de su recuperación y sus meses de convivencia con su madre, su contacto con las ancianas amigas de su madre y el taller de poesía para chicas que dará en un liceo, todo esto nos es presentado siempre bajo una mirada crítica, hiperconsciente de las palabras que construyen la historia, la ficción. El hecho de que Hustvedt haya elegido a una poeta como narradora y protagonista facilita ese artificio: por momentos, incluso, se vuelve apabullante la cantidad de citas, referencias cultas y apelaciones a la “sabiduría” de los poetas; Mia, cabría pensar, siente la compulsión de contar su historia, de narrarse, pero al acometer la tarea entiende que su “locura”, su “caída” y su “vergüenza” la exponen, la señalan en tanto frágil, débil, vieja, cercana a la muerte; es entonces donde su archivo de citas, su “bajage poético”, digamos, asiste en su ayuda: para formatear a la experiencia y, a la vez, para servirle de escudo.
Quizá ese roce con la locura es lo más interesante de la novela; es, en cierto modo, el núcleo candente de la historia que nos cuenta Mia, lo que siempre elude, el referente de sus metáforas más complicadas. Una lectura posible de El verano sin hombres, entonces, la acerca a Le ravissement de Lol V. Stein, la novela de Marguerite Duras, en tanto relato de (o con) una enigmática locura y una subsiguiente (y no menos enigmática) recuperación.

Entre mujeres
Otro elemento interesante de la novela es su construcción de un mundo femenino al que Mia va a refugiarse. Ante todo porque regresa a la cercanía de su madre, viuda desde hace bastantes años, pero también porque convivirá con la experiencia (con lo que ella construye en tanto experiencia, en realidad) de otras ancianas, las “Cisnes”, un grupo de amigas de su madre cuyas integrantes son presentadas con enorme (y por momentos empalagosa) ternura y empatía; la manera en que se acomete la construcción casi mítica del grupo de ancianas deja entrever ante todo una vocación de Mia de apreciarlas, de acercarse a ellas, a sus miserias y pasados resplandores. Una de ellas, por ejemplo, llamada Abigail, dedicó gran parte de su vida al bordado de tapices, todos ellos escenas con pequeñas trampas escondidas, detalles de humor, ironía y una ligera transgresión generalmente magnificada por las descripciones de Mia, que fervientemente intenta creer en el valor y la dignidad de ese arte escondido, quizá no tan diferente a su propia poesía, a sus libros de tiradas reducidas y calificados de “experimentales”. De hecho, es fácil empezar a creer que Mia, con su atención desviada al pequeño grupo de ancianas en plan “Los años dorados”, con sus citas obsesivas y sus digresiones, con sus reparos a mostrarse “entera”, por así decirlo, no sea quizá una poeta que valga la pena leer.
El grupo de ancianas tiene su contrapartida en las adolescentes del taller de poesía. De hecho, Mia sirve de conexión y centro entre los que parecen dos mundos o dos territorios de lo femenino, revisitas a la clásica simbología de la doncella, la madre y la anciana, presente por ejemplo en The Kindly Ones, de Neil Gaiman (es decir las tres Furias, las tres Gracias, etc). Esa dimensión –llamémosla arquetípica o “simbólica”– atraviesa la novela; de alguna manera, se trata de una imagen colocada con consciencia, de una suerte de apropiación poética de símbolos clásicos, adecuadamente presentada por una poeta. El mundo femenino –o cierta construcción idealizada de algo así como un “mundo femenino”–, la escritura femenina (tema que se debate en el taller de poesía que imparte Mia), “lo femenino” a secas, son ideas que zigzaguean (esquivamente) entre las palabras con las que la protagonista y narradora cuenta su historia. Es inevitable, en todo caso, señalar que por momentos no se vuelve del todo fácil seguir a Hustvedt (o, mejor, a Mia Fredricksen) en esta especie de cuerda floja entre el cliché pseudofeminista y la bobería new age; no estoy diciendo que la autora de La mujer temblorosa  y Todo cuanto amé de hecho caiga en ese pequeño abismo, porque la ironía con la que su personaje baña su relato (o desde la que arma su relato) claramente le aporta una buena red de seguridad.
Posiblemente El verano sin hombres no sea la mejor novela de Siri Husvedt; se la lee relativamente rápido y está compuesta en una prosa competente (hay que ignorar las horribles traducciones de los poemas de Mia), aunque por momentos se vuelve reiterativa, como si gran parte de sus párrafos llegasen al lector de antemano subrayados por su autora. Posiblemente muchas mujeres de cincuenta años (y quizá muchas poetas de cincuenta años) se sientan “identificadas” y sostengan una conexión importante con la novela, conexión que podrá quizá parecer un poco ingenua (salvo que se desestime la lectura digamos “distanciada” o “sarcástica”, la idea de armar un personaje un poco ampuloso y afectado para dejarlo contar su historia desde esa ampulosidad empalagosa); por otro lado, quienes busquen imaginación, ideas interesantes o la tantas veces invocada “buena historia”… digamos que hay muchos otros libros por ahí para leer.

 Publicada en La Diaria el viernes 23 de marzo de 2012

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