Irrupciones, Mario Levrero



Microcosmos

 

Mario Levrero publicó entre 1996 y 2000 una serie de textos titulada Irrupciones en la sección Cultura de la revista Posdata. La primera publicación en libro de estos trabajos fue en 2001, en la colección De Los Flexes Terpines, que podemos representarnos como poblada por los habitantes del primer círculo de allegados al maestro Levrero, autores como Fernanda Trías, Inés Bortagaray, Pablo Casacuberta, Felipe Polleri y Patricia Turnes. La serie completa (se trata de 126 textos y la primera edición en libro abarcó únicamente 70) fue publicada por primera vez en 2007, en la editorial punto de lectura. La edición, hay que decirlo, fue bastante fea, con una portada muy poco atractiva y un papel de mala calidad; en ese sentido, el libro recién publicado por Criatura Editora, que incluye también las 126 irrupciones (aceptemos emplear su título como una suerte denominación genérica), es una excelente noticia para los amantes de la literatura de Levrero: por primera vez este libro es ofrecido en una bella edición. Lamentablemente no aparece un índice de las irrupciones, lo cual sería de especial utilidad a la hora de regresar a  estos textos.
 
Las irrupciones parecen haber quedado relegadas a un segundo o, mejor, tercer plano de la atención de los estudiosos de la obra levreriana, tanto los que –como señala Felipe Polleri en su prólogo por momentos tonto y oscurantista– la leen y estudian como los que “fingen” hacerlo (p.8). Es sin lugar a dudas la “trilogía luminosa” (La novela luminosa, El discurso vacío y “Diario de un canalla”) o la “zona luminosa” (si sumamos a los textos recién mencionados los “Apuntes bonaerenses” y, quizá, Burdeos 1973) la favorita de la crítica, seguida de cerca por la “trilogía involuntaria” (compuesta por las novelas La ciudad, El lugar y París). En libros como los recientes La máquina de pensar en Mario, compilado de ensayos de varios autores, y Mario Levrero para armar, el excelente trabajo del académico español Jesús Montoya, las irrupciones apenas son mencionadas, desplazadas por lo que cabría pensar como textos “mayores” en la serie levreriana. Más allá de la posibilidad de discutir lo adecuado de esa atribución de “mayor” o “menor” –que podemos pensar en realidad como improcedente–, cabe preguntarse por qué las irrupciones han tenido tan poca suerte entre los críticos. Levrero las escribió por encargo y con apremio, y esa circunstancia, probablemente, haya dejado su marca; indagar hasta qué punto vale la pena pensar eso como relevante podría ser un buen punto de partida para una reflexión más extensa sobre la serie de textos recogida en este libro.
 
La lectura completa de las irrupciones arroja, ante todo, la impresión de estar ante un amplio muestrario de los diversos modos de la escritura de Levrero, pero una mirada más de cerca puede permitirnos arriesgar la hipótesis de lo que está íntimamente en juego en estos textos es la puesta en escena de una sensibilidad, la sensibilidad levreriana, digamos, un modo de pararse ante las cosas, ante las palabras y ante las ideas. Encontramos entonces, por todas partes, un asombro permanente, una maravilla ante las posibilidades ofrecidas por el mundo (y sería contraproducente precisar que se trata a veces del “mundo interior” y a veces del “mundo exterior”: esa dicotomía, en la obra de Levrero, es completamente inútil) o, incluso, por lo que quizá Levrero habría llamado “lo real”, en el sentido en que tantas veces señaló que su literatura ha de pensarse como “realista”, entendiendo este término, por supuesto, en un sentido sumamente ampliado. Y esta (una forma del “sentido de la maravilla” del que hablaron los escritores clásicos de ciencia ficción) es, con seguridad, la marca más fascinante de Levrero, uno de los puntos indudables que triangulan su grandeza.
 
Ahora bien, una variante ingenua de lo dicho anteriormente trabajaría en la dirección de asumir que el “yo” puesto en juego en estos textos (y en casi toda la obra levreriana) equivale limpiamente con el “yo real”, el de Jorge Mario Varlotta Levrero; quienes conocieron personalmente al autor quizá sean más proclives a caer en esta trampa, y probablemente por este lado pueda explicarse la actitud (un poco patotera) de Polleri en el prólogo a esta edición, en particular cuando insiste con la tonadilla del “Levrero real” en oposición al que otros encuentran o creen encontrar en los libros. Pero la obra de Levrero (como queda puesto en evidencia en “Diario de un canalla” y El discurso vacío), en rigor, es una problematización del “yo” más que una exhibición, si bien casi siempre la máscara o disfraz más visible parezca ser la de esa última actitud.
 
En cualquier caso, es cierto que Jorge Varlotta (por nombrar de esta manera al “yo real”, aunque corremos el riesgo de confundirlo con el emisor de otros textos, entre ellos Nick Carter) construyó un personaje-autor en Mario Levrero, y que ese proceso de alguna manera implica que, a la hora de leerlo, se le siga ese juego de la sinceridad y la autenticidad. De hecho, esa idea de lo “auténtico” es uno de los elementos fundamentales de lo que cabría pensar como la “ética levreriana” en la literatura, que se vuelve evidente también en la actitud un poco desconcertada de Levrero ante los géneros, ante los escritores que él llamaba “profesionales”, en su noción, incorporada a todos los libros de la colección De Los Flexes Terpines, de que existen “auténticos escritores, de alma, [que] no escriben para sino que escriben por” y en su relación problemática con la crítica. Así, las irrupciones pueden leerse un muestrario de estas actitudes, de esta ética. En esta línea es imprescindible la lectura de la serie “Literatura, literatos, libros”, compuesta por las irrupciones 101 (p.348), 103 (p.354), 105 (p.360) y 108 (p.368), además de la 112 (p.377) y la fascinante serie “Confesión, descubrimiento y polémica” (irrupciones 115-117, pp.386-397).
 
Para concluir: Jesús Montoya dedica uno de los capítulos más interesantes de su libro al trabajo de Levrero sobre los fractales y su posible volcado a la escritura; si pensamos en esta línea podemos encontrarnos con la idea de que las irrupciones ofrecen una suerte de modelo a escala de la obra levreriana alojado, justamente, en el corazón de la obra levreriana, que pasa, a su manera, a contenerse a sí misma, a volverse, si se quiere, infinita. Y explorarla –como quien explora las irrupciones– es, por supuesto, una forma más –e inagotable– de la felicidad.

Publicada en La Diaria el 8 de noviembre de 2013

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